La verdad sobre Hipatia
Al morir como murió, entró en la leyenda. Fue la primera científica, filósofa neoplatónica y fiel a los dioses paganos. Un arquetipo femenino que a lo largo de la historia cada uno ha interpretado según sus necesidades sicológicas.
Hipatia nació en Alejandría, capital de la provincia romana de Egipto, hacia el año 355, o 370, según las ultimas investigaciones. No se tienen datos sobre su madre, pero sí sobre su padre, el filósofo y matemático Teón, que estimuló su educación para que fuera “un ser humano perfecto”. Recibió, pues, Hipatia una formación científica muy completa. Practicaba rutinas diarias para mantener un cuerpo saludable y una mente activa, en contraste con las mujeres de su época, apartadas del conocimiento y relegadas a los gineceos. Con el tiempo se convertiría en una mujer brillante, competente en todo, y, según se dice, muy hermosa. Pero no quiso casarse y permaneció virgen para dedicarse por completo a cultivar su inteligencia. Su padre trabajaba en el Sarapeo, institución fundada por Tolomeo I, el sucesor de Alejandro Magno, dedicada a la investigación y la enseñanza. Su biblioteca se consideraba hermana menor de la legendaria Gran Biblioteca de Alejandría, destruida en algún momento de los siglos III/IV. Allí vivían más de cien profesores fijos y muchos invitados. Hipatia estudió en el Sarapeo y formó parte de él hasta su muerte. Incluso lo dirigió hacia el año 400. También obtuvo la cátedra de filosofía platónica, por lo que sus amigos la llamaban “la filósofa”.
Maestra y discípulos
Hacia el año 400, Hipatia encabezaba a los filósofos neoplatónicos alejandrinos y se dedicaba con pasión a la enseñanza. A su casa acudían estudiantes de todo el Oriente Medio, atraídos por su fama. Llegaban de Cirene, Siria y Alejandría, de la Tebaida y de la capital del Imperio. Era una selecta escuela de aristócratas con alumnos paganos y cristianos, ninguno perturbado en sus convicciones por su maestra. Su discípulo preferido, el cristiano Sinesio de Cirene, expuso con elocuencia la devoción que la carismática Hipatia inspiraba a sus alumnos: “Madre, hermana y profesora, además de benefactora y todo cuanto sea honrado, tanto de nombre como de hecho”. Sinesio, que llegaría a ser obispo de Ptolemaida, mantuvo una intensa correspondencia con su maestra en la que se menciona a otros discípulos, desde Herculiano hasta Orestes, que era el Prefecto imperial al morir Hipatia… Todos ellos hijos de familias poderosas, muchos llegarían a ocupar altos cargos. Hipatia tenía un concepto aristocrático de la filosofía y no se interesó por las clases populares, ni empatizó con las mujeres. No tuvo discípulas. Su misión moral, a la que estaba entregada, la ponía muy por encima de su propio sexo. Se podía decir de ella lo que Empédocles, el pitagórico, decía de sí mismo: “En una ocasión fui dos cosas, hombre y mujer”.
Sobresaliente en ciencias
En su época, el saber se consideraba un todo y no era raro que los filósofos fueran también científicos. Era su caso. Sabía matemáticas, astronomía, música... Sus escritos se han perdido, pero hay muchas referencias a ellos, gracias a sus discípulos Sinesio de Cirene y Hesiquio de Alejandría, el Hebreo. Su trabajo más extenso fue sobre álgebra: un comentario a la Aritmética de Diofanto, el padre de los números enteros, que incluía soluciones alternativas y nuevos problemas. También escribió un tratado sobre la Geometría de las Cónicas de Apolonio y colaboró con su padre en la revisión, mejora y edición de los Elementos de la Geometría de Euclides. Redactó también un Canon de Astronomía, y revisó las Tablas Astronómicas de Claudio Tolomeo.
También le interesaban los aparatos. Las Cartas de Sinesio recogen sus diseños para varios instrumentos, incluyendo un astrolabio plano que mejoraba los antiguos para medir la posición de las estrellas, los planetas y el Sol. Desarrolló un aparato para la destilación del agua, un hidroscopio para medir su presencia y su nivel y un hidrómetro que determinaba el peso específico de los líquidos. También se le atribuye la invención del aerómetro, para medir las propiedades físicas del aire u otros gases.
La violenta Alejandría
Era un avispero lleno de avispas letales. Teodosio I convirtió al llamado catolicismo en religión del Estado y eso había irritado tanto a los paganos como a las facciones cristianas excluidas, que se veían de pronto consideradas heréticas. Durante las décadas siguientes hubo en Alejandría enfrentamientos incluso violentos y los filósofos como Hipatia sufrieron fuertes presiones para convertirse al cristianismo. Algunos lo hicieron, pero Hipatia se negó, a pesar de los consejos de su discípulo Orestes: su mente investigadora debía ser incompatible con una religión dogmática. Además, confiaba en su buena relación con la élite intelectual cristiana, que la consideraba un modelo de virtud. Su influencia en la ciudad era enorme, incluso aconsejaba a Orestes, ya nombrado representante del Emperador, en los asuntos municipales.
El Patriarca de Alejandría era en aquel momento el copto Teófilo, ambicioso y enérgico. En el año 391 había convencido al Emperador para derribar los templos paganos de la ciudad, entre ellos el Serapeo, destruyendo su biblioteca, tan amada por Hipatia. Ello provocó disturbios sangrientos entre paganos y cristianos pero Hipatia procuraba no enfrentarse con Teófilo. Al morir este, le sucedió su sobrino Cirilo que siguió con la política de su tío: presión contra los paganos, herejes y judíos y resistencia ante Constantinopla. Así surgió la amarga hostilidad entre Cirilo y Orestes, que debía defender el poder absoluto del Emperador. En esa pinza quedaría atrapada Hipatia.
Existía en ese momento un odio visceral entre cristianos y judíos, estos protegidos por Orestes. Hubo violentos motines antijudíos, azuzados por Cirilo. Orestes se quejó al Emperador y rechazó los intentos de reconciliación de Cirilo. Ahí se cerró la trampa. Del desierto de Nitria llegaron 500 monjes belicosos dispuestos a defender a su Patriarca que atacaron físicamente a Orestes llamándole idólatra. Y aunque él se defendió gritando que era cristiano, fue herido por el monje Amonio. Era un delito contra el Emperador: Amonio fue torturado y muerto, y Cirilo, en revancha, le consagró como mártir cristiano. La ruptura entre el Patriarca y el representante imperial era ya absoluta.
La muerte de Hipatia
Alejandría se llenó de rumores. ¿Por qué era aquella Hipatia tan influyente? No era popular entre el pueblo llano, lo que fue aprovechado por los agitadores del Patriarca para lanzar la peor de las insidias. ¿No sería una bruja, practicante de la magia negra, fomentadora de la discordia entre Cirilo y Orestes? Y la crisis se desencadenó. Era el año 415. En plena cuaresma, una turba, quizás de monjes encolerizados, asaltó a la filósofa al volver a su casa. La arrastraron por toda la ciudad hasta llegar al Cesáreo, magnífico templo edificado por Augusto y convertido en catedral de Alejandría. Allí la desnudaron y la descuartizaron con piedras afiladas y conchas de ostras. Sus restos fueron llevados en triunfo hasta el Cinareo, quizás un crematorio, donde los quemaron para que nadie pudiese recuperarlos.
Al morir, Hipatia no era la bella joven que dicen las leyendas. Tenía entre 40 y 60 años, según la fecha de nacimiento que se acepte. ¿Murió por ser pagana y no aceptar la conversión? No exactamente. Su asesinato, aunque en el marco de la hostilidad cristiana contra el paganismo, fue una consecuencia directa de la tensión entre el patriarcado alejandrino, encarnado por Cirilo, y el poder imperial, representado por Orestes. Una especie de advertencia siniestra lanzada al Prefecto por el Patriarca: “Lo que le ha pasado a Hipatia también podría pasarte a ti”. Con las fuentes que hoy tenemos, es imposible saber si Cirilo orquestó el ataque o si sus irascibles partidarios lo llevaron a cabo a sus espaldas. Pero sin duda fue su instigador, responsable moral de la campaña contra Hipatia.
Un escándalo histórico
Tanto los detalles truculentos del crimen como la impunidad de los asesinos convirtieron la muerte de Hipatia en un escándalo histórico perdurable. El Emperador Teodosio II quiso castigar a Cirilo, pero al final se limitó a retirarle los 500 monjes que le servían de guardia. Además, a su muerte fue declarado santo y doctor de la Iglesia. Pero el asesinato de Hipatia no fue olvidado. La inmediata posteridad condenó a Cirilo casi sin reservas: el historiador bizantino Juan Malalas (siglo VI) daba por cierta su inducción al crimen y culpaba del acto criminal a los ciudadanos alejandrinos, violentos y “acostumbrados a toda licencia”. En la misma época, Juan de Éfeso los llamaba “horda de bárbaros inspirada por Satán”. Incluso la Suda, enciclopedia bizantina del siglo XI, atribuye el asesinato al carácter feroz de los alejandrinos.
SUS ENSEÑANZAS FILOSÓFICAS
Según Damascio, filósofo pagano del siglo VI, Hipatia era «de naturaleza más noble que su padre y no se conformó con las ciencias matemáticas, sino que se dedicó a las filosóficas con mucha entrega». La insuficiencia de las fuentes que tenemos nos obliga a especular sobre su filosofía: comentaba –no sabemos con qué aportaciones personales– los textos y la doctrina de Platón y formaba parte de esa élite pagana que seguía fiel a las antiguas creencias y velaba por el legado clásico en un imperio conquistado por el cristianismo.
Basaba sus enseñanzas en las de Plotino, el fundador del Neoplatonismo, y quizás utilizaba los Oráculos Caldeos, la biblia neoplatónica, que incluye ciertas doctrinas esotérico-religiosas. Pero no las ponía en práctica: era una helenista cultural que rechazaba los ritos mágicos y no hacía sacrificios a los dioses. Su trato con cristianos y su buena relación con las autoridades religiosas demuestran que no fue una pagana militante.
Las clases de Hipatia eran diálogos sobre temas éticos y religiosos. Compartía con sus alumnos experiencias de gran intensidad, que no se debían a prácticas milagreras, sino al esfuerzo mental que realizaban juntos.
Transmitía sus ideas filosóficas con un énfasis casi científico y defendía con gran celo el sentido sagrado de la investigación filosófica. Su sabiduría y autoridad espiritual la habían convertido en guía de sus discípulos. Apoyada en Platón, ella despertaba su instinto filosófico, les instaba a escapar de la realidad banal para dirigirse hacia la trascendental.
Con un esfuerzo enérgico de la inteligencia y el corazón, cada uno debía llegar a descubrir su propio ojo interior: ese ojo intelectual, hijo luminoso de la razón, que capacita al individuo para romper las cadenas de la materia.
Esa chispa encendida por Hipatia podía llegar a convertirse en una gran llama de conocimiento, estación final del viaje del alma que el neoplatónico Plotino denominaba anagogue: ascensión hacia la divinidad. Lograda la meta filosófica, el espíritu estaba listo para la verdadera realidad, más allá del pensamiento y del lenguaje.
Lograr esa experiencia significaba alcanzar la verdadera vida. En adelante, esa vida, guiada por la razón filosófica, se dedicaría a buscar lo trascendental y a procurar la fusión con lo divino, en una dimensión más alta de la existencia. La felicidad de esta unión era tan intensa que todos los discípulos de Hipatia la deseaban.
Durante esa búsqueda, el ser humano debía desprenderse de las inquietudes del mundo. Eso requería esfuerzo cognitivo y perfección ética. Hipatia podía aplicar duras medidas pedagógicas a los alumnos que no aceptaban esa verdad básica, como demuestra la anécdota contada por Damascio: uno de sus discípulos le confesó que estaba enamorado de ella. E Hipatia, entregándole su paño menstrual, le dijo:
“Esto es lo que amas y no tiene nada de hermoso”.
La historia, sin duda reveladora para los psicoanalistas modernos, manifiesta el desinterés de Hipatia hacia la sensualidad, así como una energía de carácter poco común y gran fortaleza ética. Quiso demostrar a su discípulo que la belleza no reside en un objeto concreto, el cuerpo de Hipatia. Los cuerpos no son más que imágenes, huellas, sobras. A Hipatia, como a Plotino, no le interesaban esas bellezas relativas; quería despertar en sus alumnos el hambre intelectual por la belleza última, la hermosura del conocimiento.
❖ Marisa Pérez Bodegas
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