- Autor: Christian Bronstein
La consciencia es no-local: el retorno del alma al mundo
La consciencia como propiedad fundamental del
universo, y no como un producto de la materia, podría no tener localidad
sino estar diseminada en todas las cosas como una red que in-forma la
totalidad del cosmos.
“Dios no permanece petrificado y muerto;
Las piedras mismas gritan y se elevan al Espíritu”.
Hegel.
Con el triunfo del empirismo científico a
fines del siglo XVII, fundamentado en la observación y experimentación
sobre el mundo sensible, el materialismo como filosofía pasó a
convertirse en el inamovible, inapelable e incluso inconsciente
paradigma de realidad de Occidente durante los últimos 400 años. El
principio básico de esta filosofía se formula en el axioma que sigue:
“La materia es todo lo existe”. Desde entonces, el universo pasó de ser
un organismo cósmico, como lo consideraban los antiguos, a ser visto
como materia inanimada en movimiento, sujeta a los ciegos
condicionamientos del azar y a la Segunda Ley de la Termodinámica: la entropía, la cual establece que todos las cosas tienden al desequilibro y que el desorden cósmico es cada vez mayor.
Con
el descubrimiento de Einstein acerca de la equivalencia entre masa y
energía, formulado en la famosa ecuación E=mc², y el nacimiento de la
teoría cuántica, el materialismo se ha visto obligado a abandonar su
soporte sensible de átomos que chocan entre sí como fundamento último de
todas las cosas para pasar a una imagen del universo formada por una
aparentemente infinita cantidad de energía en distintos estados, una
nube cuántica de probabilidades. Sin embargo, el principio subyacente de
la ciencia ha cambiado muy poco: “La energía inanimada en movimiento es
todo lo que existe”.
Esta filosofía ha dejado a la
consciencia (y con ella, todo el sentido de la condición humana)
reducida a mero epifenómeno de los ciegos procesos de la energía que
conforma todo lo que existe, accidente azaroso e insignificante en el
inmenso sinsentido cósmico. Desde su triunfo hace 400 años, el método
científico ha tratado de dar respuesta a sencillas preguntas —como
“¿dónde se encuentran nuestros recuerdos?”— buscando pistas en los
procesos fisiológicos neuronales, químicos y más recientemente cuánticos
de la estructura energética que conforma el cerebro. Esta búsqueda se
ha basado en el supuesto de que existirían “huellas mnémicas”,
materiales almacenados de alguna forma en el sistema nervioso,
dependientes de las uniones entre las células neuronales (las llamadas
sinapsis).
Los neurocientíficos han intentado
durante décadas encontrar estas huellas mnémicas en el cerebro sin
éxito. Los experimentos de Kart Lashley, basados en entrenar animales
para que aprendan trucos y luego remover partes de sus cerebros para ver
en donde se almacena el aprendizaje, demostraron para su asombro que
podía retirarse hasta el 60 por ciento del cerebro –cualquier 60%– sin
que hubiera efecto alguno en la retención de este aprendizaje. Como
señaló B. Boyscott, manifestando la perplejidad de los buscadores de
huellas mnémicas: “la memoria parece estar en todas partes y en ninguna
en particular”.
Hoy
en día sabemos que las células cerebrales, todas las sustancias
químicas en las sinapsis y las estructuras nerviosas y moleculares que
conforman el cerebro, funcionan mucho más rápidamente de lo que antes se
pensaba, cambiando constantemente, lo que hace al cerebro un soporte
muy inestable como almacén de memoria. Hoy sabemos también que todas las
células de nuestro cuerpo están naciendo y muriendo en una constante
renovación orgánica. Recientes estudios han demostrado que incluso las
células cerebrales, consideradas hasta hace poco elementos perpetuos del
organismo, se renuevan periódicamente.
En su fascinante libro El Renacimiento de la Naturaleza,
el biólogo que va a contracorriente, Rupert Sheldrake, sugiere a esto
una respuesta tan revolucionaria como sencilla: “Tal vez exista una
razón ridículamente simple para todos estos fracasos recurrentes: es
posible que las huellas mnémicas no existan. Por el mismo motivo podría
verse condenada al fracaso una búsqueda dentro del televisor de huellas
de los programas que uno haya visto la semana pasada: el aparato
sintoniza transmisiones, pero no las almacena. Volvamos a pensar en la
analogía del televisor: el daño en algunas partes del circuito puede
ocasionar la pérdida o la distorsión de la imagen; el daño en otras
partes puede determinar que el aparato pierda la capacidad de producir
sonido; un fallo en los circuitos de sintonía puede impedir que se
reciban uno o más canales. Pero esto no demuestra que las imágenes, los
sonidos y los programas completos estén almacenados en los componentes
dañados” (Sheldrake, 1994).
Esta analogía propuesta por Sheldrake
puede ser enormemente reveladora: “Imagínese que está viendo un programa
televisivo por primera vez, sin tener ni idea de lo que es la
televisión. Desde un punto de vista más primitivo, podría creer que
realmente hay unos seres pequeños en el aparato. Al inspeccionarlo,
rápidamente descartaría esa explicación, excesivamente simplista. Se
daría cuenta de que había un montón de cosas dentro del televisor.
Educados como estamos sobre las maravillas de la ciencia, probablemente
decidiríamos que el equipo que hay en el interior del aparato es el que
creó la imagen y el sonido. Al ir dando vueltas al mando y obtener
diferentes imágenes y sonidos, nos iríamos convenciendo de que esta es
la explicación. Si retiráramos un tubo del aparato y la imagen
desapareciera, probablemente creeríamos que habíamos demostrado nuestra
teoría de manera convincente. Supongamos que alguien nos dijera lo que
realmente ocurre: que los sonidos y las imágenes provienen de un lugar
lejano, son transportados por ondas invisibles que de alguna manera se
pueden crear en ese lugar lejano, son captadas por nuestro televisor y
transformadas en imágenes y sonidos. Probablemente esta explicación nos
parecería ridícula. Como mínimo, parecería desobedecer la ley de la
navaja de Occam; es decir, es mucho más sencillo creer que las imágenes y
sonidos son creados por el televisor que imaginar unas ondas invisibles
(Robertson, 2002). Sin embargo, es así como funciona.
Pero si la memoria no estuviera
localizada en el cerebro, sino que este fuera más bien un órgano que la
“sintoniza” o estructura como una especie de compleja antena receptora,
entonces… ¿dónde estaría?
En 1964 John Bell demostró que, a nivel
cuántico, todas las partículas del universo pueden comunicarse entre sí
instantáneamente, sin mediar movimiento entre ellas o transferencia de
energía de algún tipo. A estas conexiones Bell las denominó “no-locales”,
ya que ocurren entre las partículas por fuera de cualquiera de las
dimensiones de la física observables. Esto representaba un serio
problema para Einstein, ya que la teoría de la Relatividad Especial,
consistente y comprobada, postulaba que ninguna forma de energía podía
moverse más rápidamente que la luz. Einstein negó la realidad de las
conexiones no-locales a nivel cuántico, llamándolas sarcásticamente
“acción fantasmagórica a distancia”. Sin embargo, reiterados
experimentos posteriores probaron ineludiblemente que las conexiones
no-locales eran una realidad fundamental del mundo cuántico. Por lo
tanto las leyes que aplicaban a lo infinitamente grande (la relatividad) y a lo infinitamente pequeño (la física cuántica) parecían hallarse en contradicción.
El físico David Bohm fue el primero en
postular una teoría coherente que parecía conciliar el mundo de la
relatividad con los fenómenos cuánticos. Bohm propuso la existencia de
un nivel de realidad no observable, existente por fuera de las cuatro
dimensiones de la física, al que denominó “orden implicado”. Aunque este orden implicado no sea empíricamente detectable, su presencia se observa, según Bohm, en el llamado “campo cuántico”, es decir, la organización específica que asumen las partículas cuánticas dentro de su indeterminado movimiento.
El físico Jack Sarfatti propuso que las
conexiones no-locales de Bell en realidad no violan la Relatividad
Especial, ya que lo que se transmite entre las partículas cuánticas no
es energía sino información. La información no sería
una forma de energía, sino lo que ordena la energía. Ilya Prigogine, el
padre de Teoría del Caos, definió la información como “entropía
negativa”: si la entropía es toda aquella variable externa que trae
desorden a los sistemas de energía y los conduce a su constante
desintegración, la información sería una variable que organiza los sistemas desde dentro. La teoría de los “atractores caóticos”
de la Teoría del Caos proporcionó un modelo matemático fiable de la
manera en que esta información organiza los dinámicos sistemas cuánticos
en función de un fin. El ejemplo clásico de un atractor caótico es un
cuenco en donde se arroja agua: el agua fluirá hacia abajo por los
bordes del cuenco de manera indeterminada pero toda ella terminará en el
fondo del cuenco, el cual representa el fin del atractor.
Dentro
de esta misma línea, Benoit Mandelbrot consiguió demostrar que en
muchos de los fenómenos aparentemente menos estructurados de la
naturaleza, desde el crecimiento de las plantas hasta la forma de un
cristal de nieve, existe un orden generativo más sutil que organiza la
materia en una geometría de “ordenes fractales” conforme a atractores caóticos.
Este revolucionario giro en la
perspectiva cosmológica llevó al filósofo holístico Ervin Lazló a
afirmar que “en la última concepción de la física el universo no está
constituido de materia y espacio, está constituido de energía e
información. La energía existe en forma de patrones de onda y
propagaciones de onda en el vació cuántico que forma el espacio; en sus
varias manifestaciones, la energía es el hardware del universo; el software es la información”.
Sheldrake, por su parte, trasladó estas
teorías primero al campo de la biología evolutiva y luego al ámbito de
toda la naturaleza bajo el nombre de “campos mórficos“.
Estos campos, según la teoría de Sheldrake, son “órdenes implicados” de
una naturaleza intrínsecamente evolutiva, son campos de información que
organizan, conforme atractores caóticos, el desarrollo de todas las
cosas en el universo: desde los órganos hasta los tejidos, las células,
los átomos y los estados cúanticos. Cada cosa en el universo depende de
una jerarquía de campos dentro de campos: campos de órganos, de tejidos,
de células, de átomos.
Los campos mórficos serían, literalmente, “campos de memoria”,
ya que en sí mismos constituirían la información que conforma la
memoria colectiva de cada una de las especies que hay en la naturaleza.
La información de los campos estaría determinada por los hábitos
heredados de cada una de las especies: “La actividad formativa de los
campos no está determinada por leyes matemáticas y atemporales, sino por
las formas reales (y los hábitos) asumidos por los miembros anteriores
de la especie. Cuanto más se repite una pauta de desarrollo, más
probable es que sea seguida y que vuelva a aparecer. Los campos son los
medios para incorporar, conservar y heredar los hábitos de la especie
[...]. Desde este punto de vista, los organismos vivos no solo heredan
los genes, sino también los campos mórficos. Los genes se reciben
materialmente de los antepasados y permiten elaborar ciertos tipos de
moléculas proteínicas; los campos mórficos se heredan de un modo
no-material, no solo de los antepasados directos, sino también de los
demás miembros de la especie. Los campos de una especie dada, por
ejemplo la jirafa, han evolucionado; son heredados por las jirafas
actuales de las jirafas anteriores. Contienen una especie de memoria colectiva en la cual cada miembro de la especie puede apoyarse y a la que a su turno puede realizar aportes” (Sheldrake, 1994).
Estos campos no-locales actuarían entre sí a través de un proceso denominado “resonancia mórfica”,
llevando información hacia los campos de su misma especie. Por esta
razón, para Sheldrake, la memoria depende de la resonancia mórfica y no
de depósitos mnémicos materiales. “Cuanto más similar es un organismo a
otro del pasado, más específica y eficaz será la resonancia mórfica. En
general, cualquier organismo es sumamente semejante a sí mismo en el
pasado, y por lo tanto sensible a una resonancia mórfica altamente
específica de su propio pasado. Esta autorresonancia ayuda a conservar
la forma del organismo, a pesar del cambio continuo de sus
constituyentes materiales.
De
modo análogo, en el reino de la conducta, la autorresonancia en un
organismo se sintoniza específicamente con sus propias pautas pasadas de
actividad. No es necesario que los hábitos de conducta, lenguaje y
pensamiento, o los recuerdos de hechos particulares y acontecimientos
del pasado se almacenen como huellas materiales en el cerebro.” En otras
palabras, la memoria, para Sheldrake, es un campo dinámico de
información no-local, incluido en el campo de la memoria general de la
especie. “En el reino humano, un concepto de este tipo ya aparece en la
teoría junguiana del inconsciente colectivo como
memoria colectiva heredada. La hipótesis de la resonancia mórfica
permite considerar el inconsciente colectivo no solo como un fenómeno
humano sino como un aspecto de un proceso mucho más general, en virtud
del cual los hábitos se heredan en todo el mundo natural.” (Sheldrake,
1994).
Al contemplar la existencia de un campo
de memoria no orgánico que no se limita a los seres orgánicos, sino que
integra todas las estructuras habituales que existen en el universo, ya
no tiene sentido considerar la “vida” un fenómeno meramente orgánico.
Todo el cosmos pasa a ser un organismo. “La teoría
holística, en efecto, trata a toda la naturaleza como algo vivo, y en
este sentido representa una versión actualizada del animismo
premecanicista. Desde este punto de vista, incluso los cristales, las
moléculas y los átomos son organismos. No están constituidos por átomos
inertes de materia como en el atomismo de antiguo estilo, sino que,
según ha demostrado la física moderna, son estructuras de actividad,
pautas de actividad energética dentro de campos [...], la física es el
estudio del organismo cósmico que todo lo abarca y de los organismos
galácticos, estelares y planetarios que se han desarrollado dentro de
él.” (Sheldrake, 1994)
El físico Edward Harris Walter propuso
una segunda interpretación de la paradoja planteada por Bell entre las
conexiones no-locales de la física cuántica y la teoría de la
relatividad. Harris sugirió que lo que se mueve más rápido que la luz y
lo que sustenta y mantiene unificadas las contradictorias leyes de lo
infinitamente grande (la relatividad) y de lo infinitamente pequeño (la
física cuántica) es un Campo de Consciencia. Esta interpretación, que a primera vista parece apartarse de la teoría de la información, desde un punto de vista panenteísta, es de hecho la misma: la consciencia es información, la información es consciencia.
Esto coincide con todas las filosofías no-duales,
desde el tantrismo hindú hasta Hegel, pasando por el taoísmo, el
hermetismo, el neoplatonismo y la cábala hebrea. Todas las filosofías
no-duales han afirmado siempre que el universo es una manifestación
viviente y creativa de la consciencia cósmica. El alma del mundo (anima mundi), diría Plotino, está presente y es presencia en cada cosa que existe.
“La consciencia no es un principio metafísico, sobrenatural, sino una propiedad fundamental
del universo en el sentido más amplio del término. El universo total es
viviente y activo, ya que ‘vida’ implica ‘consciencia’. El cerebro
pierde la exclusividad de la consciencia, que se convierte en una
propiedad de todo el cuerpo. Vertiginoso saberse hecho de
millares de miles de millones de individuos celulares, todos en
comunicación. No existe un tabique impermeable entre mi consciencia
cerebral y de mis células, sino más bien una sucesión jerarquizada de
planos de consciencia que reaccionan unos sobre otros. De lo cósmico a
lo infra-atómico, el psiquismo universal se estratifica en una infinidad
de niveles de consciencia o de planos de consciencia, autónomos,
distintos y sin embargo interdependientes. El universo es Consciencia y Energía asociadas” (Van Lysebeth, 1990).
Sri Aurobindo, uno de los últimos
grandes filósofos de la India, definió la evolución del cosmos con estas
palabras: “Este ser y consciencia está aquí envuelto en materia. La
evolución es el proceso por el que se libera; la consciencia aparece en
lo que parecía inconsciente, y una vez que aparece se autoimpulsa para
crecer cada vez más alto y a la vez impulsarse y desarrollarse hacia una
mayor perfección. La vida [orgánica] es el primer paso de esta
liberación de la consciencia; la mente, el segundo. Pero la evolución no
acaba en la mente; espera liberarse en algo mayor, en una consciencia
espiritual y supramental. Por tanto, no hay razón para poner limites a
las posibilidades evolutivas tomando nuestra organización o estatus
actual como definitivo”.
O en palabras de Teilhard de Chardin:
“De la materia a la biosfera, y de la biosfera a la especie, todo no es
otra cosa que una inmensa ramificación de psiquismos buscándose a través
de las formas”.
Lecturas Recomendadas:
Rupert Sheldrake – El Renacimiento de la Naturaleza
Ken Wilber – Breve Historia de Todas las Cosas
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