El mundo es una ilusión (la teología de Phillip K. Dick)
Un enigmático episodio, en el que recibió una
"invasión mental cósmica", marcó la vida de Phillip K. Dick e hizo que
creyera que el mundo en el que vivimos es un simulacro, desarrollando
toda una teología de la gran ilusión cósmica.
Hace un par de semanas se publicó The Exegesis,
la obra póstuma de Phillip K. Dick de más de 900 páginas en donde el
que actualmente es el escritor de ciencia ficción más popular de
Hollywood (y quizás pase a ser el más importante en la historia del
género), explora y reflexiona sobre un intrigante episodio que le
ocurrió en 1974 y del cual se deriva (y cifra) su teología. Estas
meditaciones metafísicas, que no fueron escritas para ser publicadas,
constan de más de 9,000 páginas, las cuales fueron editadas para
componer una obra relativamente digerible.
La teología sobre la que devanea K. Dick
es, como quizás sea obvio para sus lectores, una espectral madeja de
paranoia y lucidez que, más allá de explorar una veta un tanto radical
(y alucinatoria) del cristianismo, se centra en la preocupación central
de la obra de este escritor estadounidense: qué es la realidad. Este
cuestionamiento, que ha sido abordada con cierto parentesco por Borges,
Baudrillard, Hume y los filosófos presocráticos, encuentra en K. Dick a
uno de sus más profundos inquisidores.
El 20 de febrero de 1974, Phillip K.
Dick vivió un acontecimiento —que alguna vez describió como una
invasión mental cósmica— en el que, aparentemente, un rayo láser rosa le
disparó una corriente de conocimientos arcanos.

“Qué significa?”
La chica tocó el pez dorado resplandeciente con su mano y dijo :”Es un símbolo usado por los primeros cristianos”.
Luego me dio mis
medicamentos. En ese instante, mientra volteaba a ver el símbolo del pez
brillante y oía sus palabras, experimenté de súbito lo que luego
descubrí se conoce como anamnesis —una palabra griega que
significa, literalmente, “pérdida del olvido”. Recordé quién era y dónde
estaba. En un instante, en un parpadeo, todo regresó a mí. Y no solo
podía recordarlo: lo podía ver. La niña era una cristiana secreta y yo
también. Vivíamos con miedo de ser detectados por los romanos. Teníamos
que comunicarnos con signos crípticos. Ella me había dicho esto y era
verdad.
Phillip K. Dick viviría el resto de su
vida, hasta 1982, obsesionado por este episodio que incluiría una serie
de comunicaciones telepáticas el mes subsecuente. De aquí se desprende
la extraña cosmogonía de Phillip K. Dick, que si bien ya había sido
esbozada en muchas de sus obras previas, toma un cariz radical y se
afianza en su teoría de que la realidad en la que vivimos es un
simulacro. En su ensayo How to Build a Universe That Doesn’t Fall Apart explica:
La respuesta a la
que he llegado tal vez no sea la correcta, pero es la única que tengo.
Tiene que ver con el tiempo. Mi teoría es esta: en algún sentido
fundamental: el tiempo no es real. O quizás sí sea real, pero
no como lo experimentamos o como imaginamos que lo es. Tuve una aguda y
abrumadora certidumbre (y todavía la tengo) de que pese a todo el cambio
que vemos, un paisaje específico permanente subyace al mundo del
cambio: y este paisaje invisible subyacente es el de la Biblia; es,
específicamente, el periodo inmediato a la muerte y la resurrección de
Cristo; es, en otras palabras, el tiempo del Libro de los Hechos.
Puede parecer un tanto delirante que un escritor ahora tan reconocido, y cuyas historias alimentan el cine y la televisión cada
vez más, creyera que en realidad estamos en Judea, inmóviles (como el
Ser de Parménides), 2000 mil años atrás. Phillip K. Dick era consciente
de esto y muchas veces buscó desestimar esta espisodio visionario —que
siempre persistió como un enigma. Lo transmutó en ficción en la que para
algunos es su obra maestra, VALIS, novela en la que el rayo
láser que percibió dispararse del collar de la repartidora de fármacos
se vuelve el rayo láser satelital que usa la computadora cósmica para
proyectar hologramas y transmitir información en la Tierra —mantener
también esta ilusión temporal. El sueño eléctrico de la divinidad de K.
Dick, novelado, en el que esta divinidad informática que proviene de
Sirio se comunica con él para revelarle lo que podríamos llamar los
intersticios de la Matrix.
Dick escribió en Exegesis:
Parece que somos
bucles de memoria (portadores de ADN capaces de experiencia) en una
sistema computacional pensante en el que, aunque hemos correctamente
grabado y almacenado miles de años de información experiencial, y cada
uno de nosotros posee depósitos un tanto diferentes de todas las otras
formas de vida, hay un mal funcionamiento —una falla— en la recuperación
de la memoria.
Tenemos aquí una clara muestra de la anamnesis
que es clave en el sistema filosófico-religioso de K. Dick y la cual
equivale a la gnosis platónica: saber es recordar. Recordar quiénes
somos, intuye K. Dick, es ver más allá del simulacro, acceder a la
esencia intemporal que participa en el Logos (el Logos que es “aquel que
piensa, y aquello que se piensa: el pensador y el pensamiento juntos”;
Dick cree, como cierta corriente en la física cuántica, que la
información es el constituyente primordial del universo). Asimismo, la
conciencia de que somos proyecciones holográficas o seres ensoñados nos
abre la puerta a ser el proyector de hologramas y el soñador.
El éxito de K. Dick se sustenta en que
pese a que llevó a su mente a los límites más extremos de la metafísica,
que en ocasiones rayaron en la más pura psicosis, siempre conservó el
humor y la crítica. También de How to Build a Universe That Doesn’t Fall Apart:
Me puedo imaginar a
mí mismo siendo examinado por un psiquiatra. El psiquiatra dice, “¿Qué
año es? Yo respondo, “50 d.C”. El psiquiatra parpadea y luego me
pregunta. “¿Y dónde estás tú?” Yo respondó, “En Judea”. “¿Dónde rayos
está eso?”, me pregunta. “Es parte del Imperio Romano”, tendría que
responder. “¿Sabes quién es presidente?”, me preguntaría el psiquiatra, y
yo repsondería, “El procurador Felix”. “¿Estás seguro de esto”, diría
el psiquiatra, mientras que da señales encubiertas a dos asistentes
corpulentos. “Sí”, le respondería. “A menos de que Felix haya dejado su
puesto y entonces habría sido reemplazado por el procurador Festus. Ve,
San Pablo fue aprehendido por Felix por…”. “¿Quién te dijo todo esto?”,
interrumpiría el psiquiatra, irritado, y yo respondería, “El Espíritu
Santo”. Después de eso me retendrían en la habitación de hule, dentro
mirando hacia afuera, y sabiendo exactamente por qué estaba ahí.
Siempre esta doble realidad en el
pensamiento de K. Dick: el psiquiatra es también el procurador romano
que detiene a los cristianos, que lo detiene a él que ha escuchado la
voz del Espíritu Santo, cuya paloma ahora es un rayo láser. Estamos aquí
y allá, sentados en la eternidad y en esta película (una especie de
cinta de Hollywood personalizado) que es el tiempo.

Añadiendo a la mistificación, por el tiempo de la invasión cósmica mental la esposa de K. Dick supuestamente transcribió
sonidos cuando lo oyó hablar dormido y descubrió que estaba hablando en
griego koiné, el dialéctco que se hablaba en la era helénica de la
antigua Grecia y el cual nunca había estudiado. Este espisodio de
supuesta xenoglosia no se ha podido aclarar si es parte de una
mitificación à propos del mismo K. Dick o un suceso que él
mismo penso que sí ocurrió –quizás en su mente se borran las fronteras
entre su obra y la realidad.
En febrero de 1974 K. Dick acababa de publicar su novela Flow My Tears, The Policeman Said, la cual, según contó en varias ocasiones, descubrió a posteriori que
estaba, inconscientemente, registrando sucesos que ocurrían en el Libro
de los Hechos y cuyos personajes describían de manera puntual a
personas que aún no conocía. Esto contribuyó a que no tomara el episodio
visionario a la ligera.
Evidentemente los críticos y biógrafos
de Phillip K. Dick proponen teorías alternativas para explicar la fuente
de su trance visionario. Una de las versiones más socorridas es la de
que este episodio fue propiciado por un ataque de epilepsia del lóbulo
temporal (al parecer K. Dick, como Van Gogh, Dostoievski o Flaubert,
padecía esta condición con la que la ciencia muchas veces intenta
explicar las teofanías). También se han esbozado versiones de que fue el
resultado del exceso de vitaminas que consumía, un flashback
de su experimentación con drogas psicoactivas o simplemente una
manifestación de su psique desequilibrada que por momentos lo llevaba a
la locura. El mismo K. Dick consideró en algunos momentos de su vida que
podía tener un origen neurológico, lo cual es parte de la tesis que
desarrolla en VALIS a través de su alter ego Horselover Fat,
quien tal vez padece esquiozofrenia. Consideró, sin embago, muchas otras
posibilidades, algunas bastante extrañas, como la de que el obisbo
muerto Jim Pike estaba invadiendo su mente (acaso por resonancia mórfica
espectral) y luego pensando que más bien era la mente de un antiguo
griego llamado Asklepios o una posesión avatárica del profeta Elías.
Aún más interesante que definir qué fue
lo que sucedió aquella mítica tarde del 20 de febrero de 1974 es navegar
a través de las elucubraciones que suscitó dicho episiodio,
consolidando en este escritor una inexorable suspicacia de que la
realidad que experimentamos es falsa. Aquí vale la pena salir un momento
de la dimensión psicótica de K. Dick para encontrar ecos de su visión
radical de la realidad en otros autores que quizás sean considerados con
mayor estimación por el mainstream. Vemos en Borges un notable parangón:
“El mayor hechicero
(escribe memorablemente Novalis) sería el que hechizara hasta el punto
de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería
ese nuestro caso?” yo conjeturo que es así. Nosotros (la indivisa
divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado
resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el
tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos
intersticios de sinrazón para saber que es falso.

La filosofía gnóstica de Phillip K. Dick
tiene un profundo sentido ético (una ética metafísica). Más allá de
que su obra, dentro de la simulación y el artificio que predomina,
celebra al humano auténico y exalta la empatía como la emoción suprema
que permite al hombre permanecer dentro de la ilusoriedad que, como en Ubik, hace todo evanescente y corrupto, K. Dick sugiere que es nuestra labor realizar el mundo:
En el Timeo, Dios
no crea el universo, como sí lo hace el Dios cristiano. Simplemente lo
encuentra un día. Está en un estado de caos total. Dios se dispone a
transformar el caos en orden. Esta idea me atrae y la he adaptado para
adaptarla con mis propias necesidades intelectuales: ¿qué pasaría si
nuestro universo empezara como algo no del todo real, una especie de
ilusión, como la religión hinduista sostiene, y Dios, por amor y caridad
hacia nosotros, lentamente lo está transmutando, lenta y secretamente, en algo real?
Para llegar (o llevar) al mundo a la
realidad, según la exploración teológica de K. Dick, el hombre debe
descubir su ilusoriedad fundamental, pero también combatir todo aquello
que falsifica y simula. Por lo tanto son los valores que históricamente
predican las grandes religiones los que le permiten afianzarse dentro de
la desintegración ontológica que permea a este mundo, concebido como
una contracreación o una copia de la realidad divina por un demiurgo a
veces identificado con el diablo. En el amor y en la empatía el hombre
vislumbra el orden divino original y participa en la esencia subyacente
de las cosas o espíritu. Dice Dick:
La suma de mucha de la teología y la filosofía presocrática puede expresarse así: el kosmos
no es como aparenta ser, y probablemente lo que es, en su nivel más
profundo, es exactamente lo que los seres humanos son en un nivel más
profundo —llámenlo alma o mente, es algo unitario que vive y piensa, y
solo parece ser plural y material.

Phillip K. Dick definió la realidad como
“aquello que persiste, incluso cuando dejamos de creer en ello”. Las
cosas —la mesa, el árbol, el auto— persisten en nuestra experiencia
común: no nos despertamos y nuestra mesa ha desaparecido. Pero, ¿cuándo
hemos dejado de creer en la mesa? ¿Cuándo hemos en verdad dejado de
creer en la solidez del mundo? Y, al morir, ¿acaso permanecerá la
personalidad que supuestamente integramos: ser Phillip, o Juan, o Yo, si dejamos de creer que somos esa persona?
El autor de esta entrada manifiesta su
afinidad con la delirante y valiente obra de Phillip K. Dick y la
fascinación por interrogar la naturaleza de la realidad. Quizás esto
muestra una especie de rechazo al mundo, una excesiva oniricidad, pero
quien alguna vez ha visto —o al menos ha creído ver— la radical
ilusoriedad de este, el código de glifos y fractales luminosos de la
Matrix o los fotogramas con los cuales los agentes van concatenando el
holograma del tiempo, difícilmente dejará de sentirse atraído por estos
temas y estará genuinamente interesado en descorrer el velo, siquiera
por un instante, y asomarse al jardín que yace suspendido en la
eternidad, aquí.
Escribiendo en Disneylandia, Phillip K. Dick anticipó la realización al final de los tiempos:
Tal vez el tiempo no solo se está acelerando; tal vez, además, está por terminar.
Y si lo hace, los
juegos de Disneylandia no serán nunca igual. Porque cuando el tiempo
finalice, las aves y los hipopótamos y los leones y los venados de
Disneylandia no serán más simulaciones, y, por primera vez, un ave real
cantará.
Twitter del autor: @alepholo
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